Feria de Sevilla 2024
Viernes de Feria en Sevilla: Sevilla no se puede inventar
La ciudad de los cielos tangibles no falló a su penúltima, siempre penúltima, cita con el real
Día de feriantes de pata negra

La melancolía empezaba a inundar las calles del laberinto de la alegría, en un abrir y cerrar de ojos la prórroga del arrebato se nos había echado encima. Era el alargue de lo sensacional lo que se cernía sobre la inmarcesible pero efímera ciudad. Cualquiera ... podría pensar que ya estaba todo decidido, que la monotonía se había conseguido reproducir y adueñar del albero, que la fatiga y el agotamiento habían logrado neutralizar el hechizo de lo sobrenatural. Pobres ingenuos y escépticos, miopes de lo extraordinario. Sí, el real se había desinflamado, pero si algo tiene esta fiesta, es que es capaz de colear más viva que nunca en sus estertores, que sabe sobreponerse y expirar con el convencimiento de que ha curado todas las almas que ha podido.
Se acicalaron los estoicos soldados del batallón de la resistencia, los del siete de siete anotado a fuego en su ánimo. Se les puede llamar jartibles, aunque a mí me gusta decirles soñadores, bohemios de ocasión, ladrones de guante blanco que le limpian la cartera a la vida a las puertas del banco de abril para vivir de ese golpe hasta el verano. Ellos no iban a fallar, «hasta que el cuerpo aguante», decía una mujer rubia vestida de flamenca que empujaba un carrito y aún caminaba como si el sábado de pescaito hubiera sido ayer. Charlaban las familias con los caseteros que hacían balance, que contaban las anécdotas del tiempo que se marchaba. «A Luisito lo que más le ha gustado han sido los miniflamenquines». El niño, peinado al lametón de vaca y vestido con pantalón corto, camisa y tirantes, asentía mientras disparaba pompas con la pistolita. «Venga, pues tráenos una de esos, otra de chocos, una tortilla y, espera, un, dos, tres, ¡cinco!, cinco montaditos de pollo».
El ánimo de los que ya recitaban las cartas de memoria chocaba con el de la hermandad de la provincia. Pasaba la gente de los pueblos por la portada con la ilusión realzándoles las miradas. Se hacían fotos las mujeres que instantáneamente acababan subidas a los estados de WhatsApp. Justo debajo de un arco, un hombre en polo con su hija en brazos hacía una videollamada con su madre, la abuela de la niña. Ella pegaba la cara a la pantalla, las perlas cansadas de sus ojos dejaban intuir una sonrisa, una mueca de la envidia más sana que haya existido jamás.
Hay tantas Ferias en una Feria, tantas esquinitas marcadas en el libro de lo único, tantos significados válidos para un mismo sentimiento, tantas acepciones para la palabra disfrutar. Ay, existen tantos puntos de vista en la escala de la pureza. Eso, exactamente eso, es lo distintivo de este edén terrenal: la heterogeneidad de lo desigual, la pluralidad de lo diferente. Está la Feria de los que no han podido estar, que también es Feria, la de los sevillanos que por trabajo no han podido venir y se han arañado la cara cuando en algún lugar del planeta salían del currelo. Esa ha sido este año la de mi amigo Pedro, que como medida drástica a la ansiedad que le producía no poder pisar el albero, tomó la decisión de desinstalarse Instagram, Twitter y silenciar los mensajes de seis grupos. Estas crónicas me ha prometido leerlas después de los fuegos, cuando ya no existiera la posibilidad de cometer la imprudencia de comprar un billete y plantarse en traje en Tierra Santa.
Está la Feria de la amistad, del beso costalero con la vena en el cuello mientras el grupo pone bocabajo la caseta tras haberse despedido por enésima vez. Está la Feria de los que honran la memoria de un padre igual de serio que de bueno que se desinhibía una semana al año en el mismo sitio en el que ellos ahora le llevan las flores de su regocijo. Me contaba estos días mientras pedíamos un cubata alguien a quien quiero y admiro que parte de las cenizas de su viejo descansaban donde había pasado los momentos más plenos de su vida, es decir, allí, donde estábamos. Me atrevería a decir que es igual de reparadora la Feria canalla y niñata del adolescente y la Feria de palmas sordas de los abuelos. La Feria de la manzanilla premium y el plato de 5j y la del hombre del sombrero blanco que ayer, cuando la tarde bajaba los brazos para darle paso a la última madrugada, se reventaba las manos tocando una caña en la esquina de una caseta de distrito. Sí, son ferias diferentes en las formas, pero iguales en el fondo. A sus caras me remito. Cada día tiene su perejil, su quiebro de arte, su excusa para continuar. Se volvía a estar a gusto en el laberinto, «la gente justa». Apareció mi amigo Pedro, que cumplía años, y volvió a cobrar significado todo lo que nos rodeaba. Si Sevilla no existiera, no habría que inventarla, nadie puede ser tan insensato como para creer que podría reproducir lo irreproducible. Si Sevilla no existiera, habría que marcharse de dónde quiera que estuviésemos y peregrinar en su búsqueda. Señores, Sevilla no se puede inventar, es un sueño hecho realidad. Un viernes constante.
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